•  

03 de Diciembre de 2018

"El regalo de Sara", un relato sobre duelo gestacional

Mi regalo para quienes pasan las Navidades sin sus seres queridos

Duelo gestacional y perinatal. Perder un embarazo.

Llegó diciembre una vez más. El mes en el que nos reunimos con los seres queridos para compartir. El mes en que recordamos especialmente a los que ya no pueden sentarse a la mesa con nosotros. En mi casa hay una costumbre. Para ellos, una vela en el centro de la mesa, porque su luz nunca se apaga por lejos que estén.

Son muchas las familias que han visto morir a su bebé y tanto el duelo gestacional como el duelo perinatal, son difíciles de llevar cuando alrededor todo son festejos. Para ellas, he querido escribir estas Navidades de 2018, porque estas fechas duelen especialmente cuando uno no está del lado de la felicidad y porque aún queda mucho por decir. Queda mucho por hacer respecto al trato que familia, amigos, instituciones, personal hospitalario y la sociedad en general, damos a quienes viven este duelo. Queda mucho por sacar del armario porque el mundo está lleno de ellos.

Voy a contaros la historia de Katia que transcurre en mi bella ciudad: San Sebastián. Ella es ficción y realidad a la vez. Es mi vecina, mi amiga, la tuya. Soy yo, eres tú o puede que lo seas algún día. Katia está basada en mi experiencia y en la de muchas mujeres que me escriben después de leer mi libro o dejan comentarios en las redes sociales. Katia representa a la mujer que cae con la muerte de un hijo pero se levanta con la ayuda de quienes más la aman.

Quiero dedicar este relato a todas las mujeres que me inspiran cada día. A algunas las conozco, a otras no. A las que no han podido leer mi libro Conexiones de amor porque la situación de sus países no permite que les llegue. Para ellas, al menos, este relato. La historia de Katia no es como la mía, pero hay mucho de mí en ella; conecta con su bebé a través de sus sueños y del regalo de alguien que la quiere.

Antes de que empieces a leer, te confieso que este relato ha nacido a la inversa. No soy muy tradicional yo... No me he inspirado en él para crear la ilustración que lo acompaña, sino que realicé una ilustración a acuarela durante el verano, que me empujó a escribir luego una historia. Así que acudí al curso de relato corto que imparte la escritora Itziar Sistiaga Solana en su ciudad, Irún, con una idea general en mi cabeza. Tras un pequeño bloqueo inicial, escribí un primer párrafo y la historia casi se escribió sola... Adoro la inspiración pura. A Itziar, le agradezco mucho las correcciones que me llevaron a dejar este texto terminado y listo para ti.Leed sus libros (El Veto y Lejos en mí), son todo un viaje emocional.

Sin más, dejo que te sumerjas en mi relato.
Espero que lo disfrutes.
Que te emocione.
Que te llegue hasta bien dentro.
Que lo envíes a quien tú sabes.
Que lo compartas para visibilizar tabús.

Que vuele...

 

 

EL REGALO DE SARA

El espejo seguía devolviéndole una imagen que ella no podía admitir como suya, pero a la vez, se sentía aliviada. No lo entendía. No se entendía. Katia deseaba con toda su alma ser madre y ver su vientre lleno de vida, aunque la razón la frenaba ante otra posible pérdida. Y todos los días, su corazón lloraba por no complacer el deseo de su alma frente a su poderosa mente.

El invierno en San Sebastián estaba siendo muy gélido. Los días amanecían arropados por una neblina que dejaba traslucir la luz naranja de las farolas ofreciendo una bella estampa de la ciudad. Según transcurría cada noche en el hogar de aquellos afligidos padres, el ambiente se iba tornando tan frío como la vida de Katia sin su hijo. La calidez que irradiaba su presencia había quedado confinada en las más recónditas profundidades de su ser. Había sido una mujer alegre, tierna y amable a la que su pareja y amigos adoraban. Ahora, no eran capaces de reconocer nada de eso en el fantasma errante que habitaba el hogar, deseando que llegara la noche para no tener que vivir los días. La calma, la oscuridad y el silencio eran su guarida.

 

Según transcurría cada noche
en el hogar de aquellos afligidos padres,
el ambiente se iba tornando
tan frío como la vida de Katia
sin su hijo.

 

A veces de madrugada, a pesar de las bajas temperaturas, el insomnio solía arrastrarla desde su cama hasta el mullido columpio del jardín, donde se acurrucaba ataviada con pijama de franela, abrigo de plumas y una gruesa manta de chenilla color turquesa; la misma que había comprado en una mercería del centro, soñando con envolver en ella a su pequeño Daniel, mientras le contaba historias de familia y relatos inventados. Así, esperaba el amanecer en compañía del olor a hierba y tierra, en un intento de creer que en su vida también amanecería algún día…

 

Daniel la miraba desde lo alto con infinito amor. Entendía perfectamente que su madre no pudiera dormir y la acompañaba en los momentos más tristes con la esperanza de que sintiera su presencia y eso la aliviara, al menos, un poco…

 

Lo único que le quedaba de su hijo era el columpio que tanto la atraía en sus peores noches. Fue el regalo de cumpleaños que le trajo Damián, cuando dos días antes, supieron que iban a ser padres. Sabía lo importante que era para ella amamantar a su bebé, así que pensó que hacerlo en su lugar favorito, meciéndose suavemente y disfrutando el aroma de las flores, sería un bonito recuerdo que guardaría siempre en su corazón. Cada vez que se sentaba allí, observada por la luna, recordaba cómo él lo había envuelto con cariño y esmero para que Katia lo encontrara colocado al fondo del jardín que, con tanto amor, cuidaba entonces. Un jardín que ahora lucía tan apagado como su dueña. Muchas veces soñaron balancearse en él con su niño acurrucado entre los dos, mirando incrédulos su pequeño milagro de amor.

Llegó la primavera a pesar de que en el jardín seguía siendo puro invierno. Un domingo, al año de haber perdido el latido de quien creían que sería el centro de sus vidas, Damián llegó a casa con un gran ramo de rosas blancas, naranjas y amarillas. Siempre le había parecido la combinación perfecta de colores, así que pensó que antes de invitarla a comer en un romántico rincón de la ciudad, le llevaría a Katia sus flores preferidas, en un intento de despertar su dormida sonrisa con lo que más amaba.

 

Daniel, desde su paraíso, se mantenía sereno. Tenía la certeza de que llegaría el día en que el silencio acabaría, su nombre volvería a pronunciarse en la casa con más amor que dolor y la vida se iría ordenando.

 

— Hola cariño, he reservado mesa en el Rekondo. Hace mucho que no salimos y desde allí las vistas son maravillosas. Nos vendrá bien alejarnos un poco de la rutina.

Katia le miró impasible. No pudo disfrutar la visión del imponente ramo. Ni siquiera pudo apreciar el esfuerzo que Damián hacía por ofrecerle su mejor sonrisa. Tampoco tenía apetito, ni ilusión por arreglarse para salir.

— Hoy hace un año que murió Daniel y sería bonito hacer algo juntos. Porque se merece un aniversario, un día en que lo recordemos de forma especial, igual que otros niños tienen sus cumpleaños. Sé que para ti está siendo muy difícil. Para mí también... Pero creo que deberíamos volver a nuestra vida, a nuestras rutinas. No podemos dejarnos vencer por la tristeza. La vida sigue adelante, queramos o no.

— ¿De verdad quieres celebrar el día de su muerte?

— ¡No! Quiero celebrar que vivió. Poco tiempo, pero vivió. Aunque fuese dentro de ti, estuvo con nosotros durante seis meses. Fue nuestro hijo, ¡lo será siempre! Nunca lo abrazamos, ni pudimos acunarlo, es cierto, pero me alegro de haberle tenido, aunque el final no haya sido como debería haber sido. Y si algún día tenemos más hijos, que sepan que su hermano mayor también existió y merece un día en nuestro calendario familiar. Me gustaría que lo vieras así.

— No sé cómo puedes haber pasado página tan rápido. —varias lágrimas rodaron por sus mejillas— Tu hijo ha muerto hace solo un año y tu única preocupación es volver a la normalidad. Pues ¿sabes?, creo que eso ya nunca va a ocurrir, porque una parte de mí se fue para siempre con él y no volverá jamás. Tendrás que conformarte con lo que queda de esta sombra de madre…

Derrotada, Katia salió corriendo del salón y subió las escaleras para llegar a su habitación, donde deseó desplomarse en la cama para siempre. No podía comer, ni pensar, ni mucho menos celebrar lo ocurrido. Llorar era lo único que le salía del alma, a pesar del tiempo transcurrido.

Escuchó un grito de rabia en el piso de abajo y un ruido de  porcelana rompiéndose en mil pedazos, igual que su sueño de ser madre. Damián había explotado después de mucho tiempo intentando sacar a Katia del pozo de la desesperación. Ella permaneció inmóvil pensando si había hecho mal en reaccionar así. Cerró los ojos. «Él no me entiende y el mundo no me ve como madre, nadie se acordó de mí el día en que los niños abrazan a sus mamás y les dan un regalo preparado con mucho amor», pensó. No me queda nada de Daniel. «Ni siquiera hubo un funeral, quizá sea ese el detalle que me niega el título de madre ante los demás». En su fuero interno se veía tan madre como cuando gestaba a su tesoro, pero nadie la miraba como tal porque su pequeño no estaba con ella.

Estuvo echada en la cama hasta el anochecer. Intentaba entender por qué a su pareja la muerte de su hijo no parecía afectarle tanto como a ella. No lo había llevado dentro, pero era igualmente su hijo. Una cosa era querer desprenderse del dolor y otra muy distinta, intentar seguir como si no hubiera ocurrido nada. La vida no podía volver a ser como antes. No tenían una foto del bebé, ni ropa comprada, ni habitación preparada, ni juguetes. Solo un nombre que no ocupaba ningún espacio físico.  Nada en este mundo confirmaba que hubiera existido; solo su dolor. Ni siquiera un funcionario les permitió inscribirlo en el Registro Civil. Su mente no podía procesar que el mundo ignorase una vida que para ella había sido tan valiosa.

 

Nada en este mundo
confirmaba que hubiera existido;
solo su dolor.

 

En un momento de lucidez, su memoria le mostró la cara que entró en casa medio escondida detrás del ramo de rosas. Esa imagen la hizo llorar de nuevo por tal reacción ante el hombre que la amaba y además, intentaba ayudarla.

Al fin, se levantó y se miró en el espejo. Se vio pálida y desgastada por el llanto. Se dio cuenta de cómo había cambiado. Su pelo, liso y rubio, había perdido su espléndido brillo. Su verdadero rostro, el que cautivó a Damián una tarde de verano en la playa de La Concha, se escondía detrás de aquella máscara pintada de tristeza y desilusión.

Cuando Damián fue a por la escoba para recoger lo que quedaba de su escultura favorita, se le ocurrió dejar los trozos de porcelana tirados por el suelo. Necesitaba que Katia, al verla destrozada, entendiera que él también sufría. Eran muchas las ocasiones en que quería hablar con ella, pero tenía la sensación de que no se entendían. Él, deseaba tanto aquel hijo como ella, pero se daba cuenta de que debían seguir adelante; la vida no frena por nadie. Katia en cambio, parecía no querer salir de su burbuja de dolor.

Esa noche, cuando se acostó junto a su mujer, le separó el cabello de la cara y la besó tiernamente. No quiso hablar, no deseaba volver a discutir. Sabía que estaba despierta y quería, simplemente, que ella sintiera su cariño, que supiera que él estaba siempre a su lado, esperando el día en que volviese a amar la vida.

 

«Rosas», pensó Daniel. «Esa será la clave para que mi mamá vuelva a sonreír». Miró hacia abajo y vio cómo parecía dormir plácidamente a pesar del infierno que bullía en su interior. Sintió ternura y mucho amor por la mujer tan valiente que tiempo atrás, junto a él y los sabios, había programado una experiencia tan difícil para poder evolucionar. Quiso abrazarla pero recordó que ella, en aquel estado de cerrazón, no podría sentir su cálida energía. Descendió y pasó toda la noche flotando entre las dos maravillosas personas que pasaban por la experiencia más dura de su actual vida, sintiéndose muy agradecido por poder ayudarlas desde su privilegiada posición. Miró a Katia, la besó y se coló en sus sueños…

 

Katia se despertó al escuchar la puerta. Comenzaba para ella otro día gris: él se marchaba a la oficina de patentes mientras ella sobrevivía a la falta de ilusión. El suyo sí era un duro trabajo. Había dejado su empleo porque no era capaz de centrarse. No salía apenas. Últimamente, ni siquiera pisaba el jardín, salvo de noche. Su vecina Nora, una mujer joven e inquieta, había tenido gemelos y entraba y salía de casa varias veces al día. No soportaba la idea de encontrase ante sus criaturas. Llevaba un mes escuchándolas llorar al otro lado de la pared y se preguntaba cómo hubiera sido el llanto de su hijo, cómo sería su cara, su voz, su pelo. Acumulaba demasiadas preguntas sin respuesta que cada día pesaban más. Pero una dolía más que el resto: «¿Por qué me ocurrió a mí, qué hice mal?».

Mientras encendía la luz del baño recordó que esa noche había tenido un precioso sueño. Un diminuto bebé, que interpretó como su hijo, dormía entre semillas de rosas, que poco a poco, perdían su color y se volvían de un tono rosado, para acabar cada una, cambiando su forma original por la de un corazón. Deseó abrazar al bebé, pero al extender sus brazos, desapareció. Intentó buscar un significado a aquellas imágenes sin sentido. Se preguntó por qué ni siquiera durmiendo era capaz de abrazar a su hijo, mientras caía en la cuenta de que, por algún incomprensible motivo, lejos de sentirse triste, la imagen de aquel bebé en su mente la reconfortaba.

Se dirigió a la cocina y abrió un yogurt. Por primera vez en mucho tiempo, fue consciente de que desayunaba sin obligarse a hacerlo. Se llevó la cuchara a la boca y entonces reparó en que Damián había puesto el ramo de rosas en un jarrón de cristal, frente a la ventana. Dirigió sus pasos hacia allí para ver qué había debajo. El recipiente pisaba una nota: “Te quiero. Amo lo que queda de ti, tanto como lo que se fue, pero tenemos que estar juntos en esto. Por cierto, te toca barrer”.

Por primera vez en meses, su marchita cara esbozó algo parecido a una sonrisa, hasta que el sonido del teléfono interrumpió el milagro.

— ¿Sí?

— Katia, ¿vas a estar en casa?

— Sabes que rara vez salgo, mamá.

— Voy a acercarme a llevarte algo.

— Como quieras, no voy a moverme de aquí.

— Eso no me lo jures... Llego en menos de una hora. Hasta luego, cariño.

Barrió la porcelana imaginando la ira de Damián para haber llegado a romper un objeto tan querido. Subió al piso superior de la casa, situada en las faldas de Igueldo, y se quedó largo rato mirando por la ventana del estudio. Desde allí se divisaba toda la playa de Ondarreta. Elegía un transeúnte al azar y comenzaba a pensar cómo sería su vida, qué ilusiones tendría, qué sueños habría cumplido y cuáles no. Luego buscaba otro objetivo para sus elucubraciones. Así pasó más de media hora, hasta que una mujer llamó su atención. Intentó adivinar cómo sería la vida de esa madre que paseaba por la orilla mojando sus pies y porteando a su recién nacido. La seguía un minúsculo perro que olisqueaba la arena. Intentó ponerse en su piel, absorber las ilusiones de aquella desconocida por la que hubiera cambiado su vida en ese mismo instante. Por la acera vio a una señora mayor con un cochecito y mientras imaginaba que su hijo también podría haber sido paseado por su abuela ese mismo día, en esa misma playa, sonó el timbre. Bajó. Abrió con desgana y su madre entró muy animada. Besos. Abrazo.

— Katia, hija… ¿cómo estás?

— Hola mamá… Bueno… Estoy…

— ¿Recuerdas el viaje de Sara del que hablamos hace tres semanas? Por eso he venido hoy tan pronto. No podía esperar a darte el regalo que te ha traído de Ecuador. Sabes que ella te adora, así que, como se alojaba en la región del productor de rosas más reconocido del país, te ha traído esto  —extendiéndole un sobre— Pensó que te gustarían más que cualquier souvenir. Toma, cógelo, tú conoces mejor que nadie los secretos de una buena siembra. Bueno, igual todo esto ahora te da igual, pero no podía hacerle el feo, ya sabes cómo es mi querida amiga. También me ha dicho que quería habértelo dado en persona, pero estos días está cuidando a su hermana mayor. Está muy delicada de salud y esta última semana ha empeorado bastante.

Katia miró el sobre envuelto en un original papel rosa, que parecía haber sido preparado con mucho cariño. Al abrirlo encontró dentro un gran puñado de semillas que, desde luego, parecían de muy buena calidad.

— Son semillas de una de las especies de rosas de mayor calidad del mundo. Mamá, dale las gracias de mi parte y dile que las plantaré.

— Tengo que pasar por el mercado San Martín y voy a aprovechar para ir paseando. Me voy, que no quiero llegar cuando no quede nada. Anímate, hija… sois muy jóvenes. Algún día tendrás más hijos y todo esto será una lejana pesadilla.

Salió de la casa, dejando a Katia apesadumbrada. Ya era la segunda vez que su madre la consolaba con esa frase que le caía como un puñal en mitad del pecho. Ella no tenía claro que algún día tendrían hijos. ¿Y si tras el primer aborto vinieran otros? Sabía que no debía pensar de esa manera. Que ocurriera una vez no significaba que tuviera que repetirse, pero ese pensamiento no la abandonaba. Su madre no había estado muy a la altura de la situación diciendo eso. El miedo a un futuro sin chiquillos corriendo por la casa, la horrorizaba. Este pensamiento voló al recordar el sueño de su bebé y unas semillas que se transformaban en corazones. «Qué casualidad…Otra vez semillas de rosas», pensó.

 

Ella no tenía claro que
algún día tendrían hijos.
¿Y si tras el primer aborto
vinieran otros?

 

Damián conducía forzando de nuevo su sonrisa. Sus ojos enrojecidos delataban las pocas horas que había dormido esa noche. Tenía el cuerpo cansado y el espíritu derrotado. Temía caer en el mismo pozo que Katia; ese era un miedo muy presente para él en las últimas semanas. Desde allí ninguno podría lanzar la cuerda de la salvación al otro. Aparcó el coche frente a su casa. Antes de entrar, miró hacia el jardín y vio a Katia agachada al lado del columpio. Se preguntó qué estaría haciendo y con sigilo, se acercó al muro. Descubrió con incredulidad, que removía la tierra de la maceta lila, vacía desde hacía semanas, debido a la apatía de su dueña. Parecía más animada, algo que recibió con alivio. Su mandil azul manchado, anunciaba que al menos la vida vegetal volvería a florecer en el jardín.

Entró silenciosamente y al pasar por la cocina, sintió el impulso de acercase al ramo de rosas. En la nota, Katia había dibujado una sonrisa. Damián supo que el invierno del alma comenzaba a desaparecer, aunque tendría que tener mucha paciencia aún.

Mientras, ella, vestida de azul y tierra, entró desde el jardín.

— Hola, no te he oído llegar.

— Estaba disfrutando de la escena. Mujer, tierra y flores. Mi imagen preferida.

No le dio un beso, como hacía últimamente; esta vez, se besaron.

— Estoy plantando las mejores rosas del mundo. Me las ha traído mi madre esta mañana. Cortesía de su amiga Sara. Oye Damián, siento mucho haber estropeado la comida de ayer. Es que no me sale celebrar nada ni sentir alegría por cualquier cosa que me recuerde a nuestro hijo.

— No tienes que sentirla, solo date tiempo.

 

Daniel los observaba con una gran sonrisa, subido en la parte más alta de los muebles de la cocina. «A veces, hay que colarse en los sueños de las personas para guiarles por la senda más adecuada, cuando no consiguen apreciar las señales tan sutiles que la vida les pone delante», pensó.

 

Los días soleados de  primavera ayudaron a Katia a salir un poco más a la calle. Lo hacía muy temprano, cuando Damián se iba a trabajar, para no coincidir con Nora y su felicidad. A las ocho en punto ya estaba de vuelta. Algunos días le vencía la tristeza y la nostalgia y se quedaba acurrucada en el sofá. Otros, al caminar, sentía una cierta paz, muy leve, pero suficiente para entender que llegarían tiempos mejores. Le gustaba pasear cerca del mar para sentir la agradable brisa en el rostro. Siempre iba sola, no había vuelto a llamar a sus amigas desde que ellas dejaron de hacerlo. Sentía un cierto amargor y a la vez, las echaba de menos. Con el tiempo entendió que debía hablar con ellas, que no se habían apartado porque dejaran de quererla, sino que habían desaparecido de su vida en un erróneo intento de no molestarla, de no dañarla con la imagen de sus hermosos bebés y el silencio incómodo que reinaba cuando no sabían qué decirle.  Quizá entre tanta felicidad, ellas eran incapaces de comprender su desgracia. Sintió el abrazo de la compasión y deseó llamarlas, pero no se atrevió.

Una mañana de domingo, Damián se fue a casa de sus padres para ayudarles a pintar las paredes del salón. Ella, prefirió quedarse sola y pasear por el Peine del Viento. Cuando llegó, se sentó en su piedra favorita. Seguía allí, en el mismo lugar, con el mismo aspecto, a pesar de las lluvias, el viento, la sal y las tormentas. Sintió una enorme paz y una oleada de calor se instaló en su pecho obligando a la tristeza a ceder sitio. Cerró los ojos y calmó su mente.

 

Daniel abrazó a su madre rodeándola con sus brazos a la altura del pecho; el mismo que debió cobijarle, el que lo hubiera alimentado en el columpio repleto de mullidos cojines. Disfrutó el olor de su pelo recién lavado, el perfume de su piel joven. Imaginó la vida con ella en esta época, menos convulsa que otras que habían compartido. Podían haber disfrutado el amor que se tenían desde siempre, esta vez como madre e hijo, en un escenario más favorable que en otras ocasiones. Le asaltó cierta tristeza por lo que ya no vivirían juntos, pero enseguida recordó lo que decían los sabios: «El camino a la alegría de la sabiduría lo labra la tristeza». Al fin y al cabo, tendrían más momentos juntos aquí y allí. Y se llenó de amor junto a su madre.

 

Antes de preparar la comida, Katia solía salir al jardín y se sentaba en el columpio cinco minutos para mirar la maceta lila. Era un pequeño e inconsciente ritual surgido de su deseo de dar vida. Algo había cambiado. Unos pequeños brotes se iban abriendo paso entre la tierra. «Un nuevo nacimiento», pensó. No pudo evitar emocionarse.

Después de comer un poco de paella y una pieza de fruta, le apeteció prepararse un té de canela. Mientras el agua hervía, le sobrevino el impulso de buscar en internet experiencias de otras mujeres que hubieran pasado su mismo infierno. Antes, deseaba aislarse de un mundo que no le ofrecía nada. Hoy en cambio, descubría que quizá lo que otras madres vivieron podía ayudarla. Se sirvió una taza y disfrutando del calor que proporcionaba a sus manos, se dirigió al estudio, donde encendió el ordenador; un gesto muy repetido por ella cuando trabajaba como correctora de texto para importantes editoriales. El mismo gesto que ese día le pareció nuevo por la lejanía de su rutina laboral.

Abrió el navegador y buscó varias palabras: duelo gestacional, muerte perinatal, aborto espontáneo... Mientras los resultados aparecían ante ella, cayó en la cuenta de que por primera vez era capaz de nombrar lo que le estaba sucediendo. Debía estar avanzando. Lloró. No sabía muy bien si por eso o por no estar abrazada a su hijo.

Por su cabeza pasaron las idas y venidas con Damián a la consulta del psiquiatra, con la esperanza de que alguna terapia la ayudase a salir de su letargo. Pero aquello no la reconfortaba lo más mínimo y además se negó a tomar medicamentos. Tenía la impresión de que el mundo la miraba como a una pobre loca que había perdido el juicio, cuando lo que había perdido era la ilusión de criar a Daniel. Necesitaba llorarlo. No podían borrar su tragedia con pastillas y dejó de ir. Le incomodaba contarle su vida a un desconocido con el que no sentía ninguna conexión.

Hasta que llegó Damián, pasó varias horas leyendo las historias de las mujeres que volcaban su pena y su culpa en blogs y foros de la red. Vivió por unos momentos su dolor, las entendía porque también era el suyo. Y descubrió para su sorpresa, que no todas contaban con la suerte de tener un hombre bueno al lado. Algunas habían sido abandonadas por sus parejas ante la incapacidad de ambos por seguir adelante después de morir sus bebés. Otras, vivían aisladas no solo de amigos y conocidos, sino también de sus propias familias y parejas. Se le encogió el corazón; le costaba imaginar tanto sufrimiento añadido. Hasta las había que sufrieron un aborto espontáneo en mitad de lo que iban a ser unas preciosas vacaciones en crucero, en países a miles de kilómetros del suyo, o en medio de inundaciones y otros desastres naturales.

Damián la encontró en el estudio frente al ordenador y respiró. «Otro paso más», pensó. Poco a poco Katia volvía… Ella sintió su presencia y giró la silla. Se sentía desbordada de tristezas propias y ajenas.

— Voy a crear un blog.

— ¿En serio? —exclamó Damián— No sabes cuánto me alegra oírte decir eso. ¿Y sobre qué quieres escribir?

— Necesito contar muchas cosas. Creo que la gente no imagina lo que supone la muerte de un hijo, sea en el embarazo o al poco de nacer. Solo las personas que hemos pasado por esto lo entendemos de verdad. Y no es justo para ninguna de las partes tener que pasar por esa desgarradora experiencia para llegar a entenderla. Porque para entonces ya es tarde. Tarde para quienes nos rodean, porque al no comprender, no saben cómo actuar y desbordados, salen de nuestras vidas. Tarde para quienes lo vivimos, porque la ausencia de ellos es otro duelo sumado al que ya estamos viviendo. La soledad solo es buena cuando es elegida.

Damián se arrodilló frente a ella, la besó y apoyó la cabeza en su regazo, el hogar de su hijo durante seis efímeros meses.

— Daniel siempre será nuestro hijo y tú, a través de ese blog, le vas a dar, al fin, su lugar en el mundo.

Esa noche, por primera vez en lo que parecía una eternidad, se fueron juntos a la cama. El dolor cedió ante el amor y volvieron a ser uno a pesar de que cada cual hubiera perdido una parte de sí mismo, tras la marcha de su hijo.

 

Un emocionado Daniel saltó desde su nube hacia sus padres y permaneció  rodeándolos con todo el amor que era capaz de ofrecer. Minutos después, dirigió su mirada hacia arriba, encontrándose con la luminosa mirada de Lara. La invitó a acercarse:

—Recuerda que será difícil, pero merecerá la pena. Los sabios dijeron que esta es la mejor oportunidad que has tenido hasta el momento y aprovecharla será muy bueno para ti y para Katia y Damián. Serás la luz en el camino de tus padres,  a la vez que lidiarás con sus sombras. Pero no te preocupes, sabrás hacerlo. Eres un ser tan lleno de amor que cambiarás sus vidas como el arcoíris ilumina el cielo después de la tormenta.

— Gracias por acompañarme todo este tiempo y por ofrecerte a protegerme y guiarme hasta el día de mi nacimiento. Te quiero, Daniel, ya lo sabes.

— Y yo a ti, Lara. En otra ocasión volveremos a estar juntos. Ahora, es tu momento, te están esperando… Sabes que seguiré a tu lado.

 

Con la llegada del verano, la casa parecía otra. Y Katia, igual de delgada, pero con otra mirada, daba una nueva luz al hogar, que parecía empezar a recomponerse. Había ordenado el jardín, quitó las malas hierbas del césped y se encargó de dejar relucientes todas las macetas vacías. La parte empedrada ahora quedaba separada de la hierba por unos bonitos maceteros de piedra que eligió junto a Damián, en la que fue su primera salida a un centro comercial en más de un año. En el último mes, había notado un cambio en sí misma que quedó confirmado el día que pisó la tienda de jardinería: no deseó huir del bullicio, aunque tampoco lo disfrutó, pero debía verlo como un paso adelante.

Un lunes, al volver Damián del trabajo, decidieron pasar la tarde juntos tomando café en el jardín. Llevaban demasiado tiempo alejados, bandeando el dolor cada uno por su lado y era hora de abrazarlo en igualdad, de dejarse querer y de pronunciar el nombre de Daniel con esperanza. No iba a volver, pero podían intentar descubrir por qué decidió marcharse. Tenía que haber un motivo.

 

No había sido capaz de
pulsar el botón de PUBLICAR.
Ya ganaría esa batalla cuando
se viera preparada.

 

— Mira, cariño, tu rosal tiene varios capullos a punto de abrirse.

— Lo sé, no he dejado de cuidarlo desde que lo planté. Tuve un sueño en el que aparecía Daniel entre semillas que se transformaban en corazones de color rosa. No sé qué significa, pero me dio buena sensación. Y esa mañana, apareció mi madre con el regalo de Sara: semillas de rosas. ¿Crees que significará algo? Igual se me está yendo la cabeza…

Damián la miró de esa forma que a ella le hacía sentir tan especial.

— Yo solo sé que desde entonces te veo mejor y con eso me vale.

Katia sabía que remontaba ligeramente, pero iba comprendiendo que debía aceptar la falta de ánimo que, a veces, la dominaba. Solía escribir en su blog las mañanas que se sentía inspirada y de mejor talante. Tenía ya varias entradas preparadas que había dejado en modo borrador. No había sido capaz de pulsar el botón de PUBLICAR. Ya ganaría esa batalla cuando se viera preparada. Eran textos tan íntimos que le costaba dar el paso final. Algunos iban dedicados a su madre; necesitaba hacerle entender que un hijo no se sustituye por otro. Escribió otras pensando en sus amistades y familiares. Su necesidad de perdonar la soledad que le impusieron la llevó a escribir con mucha delicadeza, tratando de no ofender, mostrando que comprendía que hubieran huido de su vida y que ahora estaba lista para recuperar a quienes quería. Y había una entrada más para Damián, porque era quien más había sufrido: perdió un hijo y perdió una compañera. Ahora, tenía que decirle cuánto lo admiraba por no haber desaparecido junto a la esperanza de tener a su hijo algún día en brazos. Su dedo debía lanzar esos textos al mundo muy pronto… Su alma lo necesitaba.

Por las tardes, se obligaba a caminar a paso rápido. Había descubierto que mejoraba su apetito, activaba su cuerpo y despejaba su alma de nubarrones como los que asomaban sobre el horizonte en el mar. En San Sebastián el tiempo cambiaba tan rápido como avanzaban los minutos de un reloj, pero no le apetecía volver tan pronto a casa.

Mientras recorría el paseo de La Concha, tomó conciencia de sí misma y se percató de que se sentía más serena de lo habitual. Eran las nubes quienes se mostraban inquietas. Cada vez cubrían más el cielo. Katia pensó que ya había andado bastante y antes de llegar al Boulevard, dio la vuelta. Llegando al túnel de Ondarreta, una fina lluvia comenzó a mojar su cabello anudado en una coleta. Aligeró el paso mientras otros viandantes hacían lo propio. Recordó con nostalgia el perenne sirimiri que fue una constante en las felices tardes de infancia al volver del colegio. La temperatura bajó.

Damián estaba en casa y la recibió preparándole un baño de agua templada que ella no quiso despreciar. Despojó su cuerpo de la humedad y se sumergió en la bañera entre sales perfumadas y velas flotantes. Entró en calor al instante (más por el cariño con que estaba preparado todo, que gracias al calentador).

Apareció en la cocina con su albornoz sorprendiendo a un Damián perplejo, pegado a la cristalera que daba al jardín. Se giró al escuchar sus pasos:

— Mira esto, Katia… Estamos casi en verano y es como si el invierno hubiera vuelto de repente.

— ¡Qué extraño! cuando salí de casa parecía pleno agosto. Bueno, seguro que pasa rápido y mañana vuelve a salir el sol. ¡Tiempo loco!

Se fueron temprano a dormir a pesar de que era viernes. Las noches de lluvia no invitaban a mirar la luna desde el jardín. Katia ya no sentía necesidad de columpiarse acariciada por la manta turquesa y comenzaba a dormir algo mejor.

 

— ¡Mira, Lara! Elegiremos esta rosa para mamá. Cuando la vea entenderá y podrá seguir adelante dejando atrás la culpa. Poco a poco… Será muy despacio, con el tiempo…

— Vale, Daniel, ¿puedo hacerlo yo?

— Mejor lo haremos juntos. Concéntrate…

 

Katia despertó con la sensación de haber dormido más de diez horas y se sorprendió al ver que Damián dormía todavía a su lado. El despertador marcaba las 07:15 h. Extrañada, se dirigió al piso de abajo y comprobó que, efectivamente, la temperatura había subido de nuevo y ese día iba a amanecer tan precioso como los anteriores. De repente, recordó que no había cubierto el rosal. Corrió al jardín angustiada, imaginando lo peor. No podía haber sobrevivido al temporal, y menos, si de noche la temperatura había seguido bajando.

Cruzó el umbral y se sentó en el columpio descolocada. La imagen que su rosal le devolvía no tenía nada que ver con aquella planta que durante días había estado mimando. Todas las rosas se habían abierto. Lucían una extraordinaria belleza y sus pétalos eran de un rosa intenso y arrebatador. En la rama más alta, una rosa destacaba por su gran tamaño y, pronto, un detalle llamó la atención de Katia. De su interior brotaba un leve destello de luz. Con delicadeza, su dedo índice separó los pétalos centrales y lo que descubrió la dejó sin palabras. Aquella magnífica flor guardaba en su interior una pequeña figura escarchada.

Se abrió la puerta corredera del jardín. Damián se acercó, le preguntó qué ocurría, por qué se había levantado tan temprano. Ella no pudo articular palabra, todos sus esfuerzos estaban centrados en contener las lágrimas y apenas acertó a indicarle lo que había descubierto. La visión de aquella minúscula figura que el rocío había congelado era algo totalmente surrealista. Un pequeño bebé comenzó a relucir con fuerza bajo los primeros rayos de luz del amanecer. Se dieron la mano desbordados por la emoción, sin saber qué decir, ni cómo explicar lo que acababan de presenciar. Hasta que Damián sintió que la mujer de su vida se desvanecía…

Katia abrió los ojos y se encontró tumbada en la cama. Una extraña cama. La voz de Damián se escuchaba al fondo, tras una gran puerta. Enseguida apareció una enfermera que la tranquilizó, poniéndola al corriente de lo sucedido: se había desmayado y tenía un pequeño golpe en la rodilla izquierda.

— ¡Katia, no sabes qué susto me he llevado! Te desmayaste y no me dio tiempo a cogerte. La cabeza te sangraba mucho, así que te traje al hospital. El médico pasará en unos minutos, te han hecho algunas pruebas. Dicen que no tienes muy buen aspecto, aunque yo te veo mucho mejor estas últimas semanas.

— ¿Y la rosa? Necesito volver a ver ese bebé. Ha sido muy extraño, tiene que haber una explicación. Llevo toda la vida cultivando rosas y con el temporal y el frío mueren. La mía, no solo está más viva y hermosa que nunca, es que además la escarcha no le ha afectado. Ese rosal debería haber muerto y sin embargo…

— No te preocupes por eso ahora, seguro que…

— Hola, Katia, soy el Dr. Aramburu —interrumpió un hombre maduro, alto, de presencia recia y voz amable— Te hemos hecho algunas pruebas. Tu cabeza está perfecta, solo tienes una contusión y un pequeño corte, pero estas cosas a veces son muy escandalosas. Te hemos dado dos puntos, así que en unos días la herida irá cicatrizando.

— Gracias, doctor.

— Por otra parte, daros la enhorabuena. Vais a ser padres. El desmayo que te hizo caer y perder el conocimiento se debe a que estás un poco débil, pero con una buena dieta y los habituales suplementos en estos casos, tiene solución. Podéis volver a casa.

El Dr. Aramburu salió de la habitación número 715 dejando atrás a una pareja conmocionada y emocionada a partes iguales. En la estancia se iba disipando el aroma a incertidumbre para dar paso a una extraña sensación de incredulidad.

— ¡Era una señal, Damián! ¿No te das cuenta?

— ¿Hablas de la rosa?

Relato duelo gestacional. P&eacuterdida de un embarazo. Muerte de un hijo. Perder un beb&eacute Muerte gestacional

— ¡Por supuesto! —exclamó— Desde un principio, siempre fueron rosas. Aquel primer ramo que me regalaste y tonta de mí, no lo agradecí… Después las semillas de Sara. Y el temporal no fue capaz de matar mi rosal y me ha mostrado la imagen de un bebé surgido del rocío de la noche… ¿Rocío en esta época del año?...  Habitación 715, ¡hoy me desperté a las 7:15 h.! ¿No es increíble, cariño? ¡Ah, y el sueño! Aquel en el que vi un bebé, mi Daniel… ¿O quizá era el bebé que llevo dentro? De las semillas nacían corazones color rosa: el amor de Daniel que no nos ha dejado solos…  Y mis bonitas rosas, ¿te has dado cuenta? Son del color que siempre se asoció con lo femenino: rosa, como su mismo nombre indica. Estoy segura de que será una niña. Si lo es, la llamaremos Lara, en honor a Sara. Es casi idéntico y sabes que no soy de repetir nombres cercanos. Tengo el presentimiento de que este embarazo va a ir bien. No me preguntes cómo, pero lo sé.

Damián, estupefacto, acariciaba su mano. Katia sonreía por fuera como lo hacía en otros tiempos, a la vez que, por dentro, se tragaba la culpa por imaginar que podría continuar sin Daniel. Ambos sintieron calor en su pecho.

Ya de noche, antes de acostarse, se acercó unos minutos al estudio y abrió el blog. Cerró los ojos y dijo mentalmente: “Gracias, Daniel, por estar ahí y hacerme entender que hay muchas madres que necesitan leer lo que he escrito con tu ayuda. Ahora sé que tú me inspiraste y te prometo que llevaré el amor que siento por ti hasta el último rincón de este mundo, tan necesitado de cosas bellas. Nunca te olvidaré. Te buscaré cada día en la mirada de tu hermana. Gracias, hijo, te amaré siempre”.

Y pulsó el botón  de PUBLICAR.

Texto e ilustración:
Mónica Rebollo - Lluvia de Love
(@lluviadelove en redes), autora del libro "Conexiones de amor"

Bajo Licencia Creative Commons: Atribución, NoComercial, SinDerivadas.
Si deseas compartirlo, hazlo mencionando la autoría y enlazando esta entrada (sin realizar obras derivadas y sin ánimo de lucro).

 

Relato sobre duelo gestacional y perinatal. Muerte de un hijo

 

 

Si te ha gustado este relato y deseas ayudar a hacer visibles estas muertes que hasta ahora han sido un tabú, puedes leer y compartir este otro texto que ayuda a comprender el duelo gestacional y perinatal a quienes no han pasado por ello:

Para ti que tienes la suerte de no haber perdido a tu bebé. Confesiones...

 

♥ Gracias por leerme ♥

Si te gustó esta entrada, comparte en tus redes sociales

Comentarios